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jueves, 1 de noviembre de 2012

LA TABERNA

La ciudad estaba en silencio. Monotonía. Si, ese era el ambiente que imperaba en toda la urbe. Era ya muy tarde. Parecía que el mar iba tragándose los últimos rayos de sol que lamían lentamente los barcos y los viejos edificios del puerto, dejando paso al manto oscuro de la noche, que poco a poc iba extendiéndose por toda la ciudad. La gran dama blanca hizo su aparición como una luz de esperanza en el vasto océano de oscuridad de la noche.

La paz y la tranquilidad campaban por doquier en cada rincón, en cada callejuela. Toda dimensión humana se pierde. Personas diminutas caminan entre cientos de viejos edificios que observan en silencio miles  de barcos varados en el puerto  Algunos sólo parecen descansar, otros ya están siendo diseccionados y exponen sus vísceras metálicas al aire.

El mar aparecía ante la gente más hermoso que nunca, con sus múltiples tonos entre tornasolados, verdes, azules y dorados. Una sensación de paz y tranquilidad acompañaba su visión, rota únicamente por un pequeño lugar cerca de los muelles.

Era un edificio próximo al puerto, cercano al muelle donde los pescadores dejaban amarrados sus barcos . De ahí, brotaba una alegre melodía que rasgaba el silencio. Una luz en las ventanas animaba a los transeúntes a echar un vistazo al interior del edificio y unirse al ambiente festivo, agradable y acogedor.  Era esa pequeña taberna en el puerto, que destacaba sobre los demás edificios por su puerta de color verde, sus ventanas con cristales transparente y las paredes de color rojo formadas por las piedras extraídas de la cantera situada alas afueras de la ciudad.

Dentro, la atmósfera era agradable y festiva. Había varios clientes. La mayoría, marineros. Algunos de ellos cantaban esta canción:

Alzad vuestras jarras
Abandonad vuestras penas
Dejad vuestras preocupaciones afuera
que las olas se las lleven a las profundidades 

El hombre salió un día del campo y la aldea
Atravesó los muros de la ciudad
Mientras su corazón aguardaba a la mar
marinero en tierra deseando zarpar

Arrójame a las ondas, marinero, rompe amarras
yo te conjuro del mar sirena
criatura marina sin patria ni frontera
sin pueblos, montañas, puertos ni ciudades

llévame contigo donde se difumina el horizonte con la marea
donde las olas lamen con su espuma sin piedad
a tu reino sumergido, donde nadie puede llegar
eterno paraíso marino imposible de alcanzar

La canción se diluía entre el bullicio de la gente y la alegría del interior, mientras el silencio imperaba en el resto del puerto, roto, simplemente, por los graznidos de las gaviotas y el ulular del viento entre los viejos barcos de pesca. El mar. La mar. El mar. ¡Sólo la mar! Ya está flotando el cuerpo de la aurora en la bandeja azul del océano observando en silencio el bullicio. Pequeños momentos que rompían la monótona vida los marineros, vidas atadas a la mar, que generosamente daba pero que un día reclamaría su pago. Pequeños momentos ahora en silencio.

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