Estaba solo. No había nadie a su alrededor. Se sintió como algo fuera de lo normal. La gente le solía esquivar y le echaban furibundas miradas, mezcla de temor, odio y miedo.
Se dirigió a la obra donde trabajaba como peón de albañil desde hacía veintitrés años. Estaban construyendo un rascacielos. Las obras iban ya por el piso no veintisiete y aun quedaban veinte pisos, o más, que construir.
Al llegar a la obra, el capataz ni siquiera se digno a echarle una mirada. Al obrero le empezaron a caer grandes lágrimas de sus grandes ojos azulados.
Recordó su infancia. Su niñez. Un hecho que le marcó para siempre su vida, porque ni siquiera el profesor le tomaba la lección y sufría abusos de sus compañeros de clase.
Al final de tanto tiempo, él mismo se empezó a automarginarse.
Odiaba la sociedad. Una sociedad de ratas, como el lo nombraba. Una sociedad dirigida por cuatro tipos poderosos y donde el resto no tenía un pensamiento libre e individual.
No podía hacer nada por cambiarla. No podía. Se sentía insignificante ante la gigantesca sociedad. Al volver a su niñez, recordó una frase de su abuelo:
Que no te hagan llorar
Ese recuerdo hizo que de sus ojos brotasen lágrimas de incomprensión.
Nadie le quería. Se sentía solo.
Se dirigió con paso firme al piso veinte del edificio. Lanzó una última mirada a su alrededor antes de tirarse al vacío.
Un último pensamiento brotó en su mente:
Asquerosa perra vida
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