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viernes, 21 de junio de 2013

VIAJE A NINGUNA PARTE

Cuando se despertó, se sintió mucho más cansada de lo habitual. Era como si hubiese estado tocando el piano dos días seguidos, tenía unas punzantes agujetas en los brazos, además los notaba entumecidos. No recordaba bien el por qué de ese dolor, pero esa sensación nunca la había sufrido. Aunque sí sabía reconocer de dónde procedía la jaqueca que se alojaba en su cabeza, de una noche de largos tragos.
En resumen, no se encontraba nada bien y estaba bastante desconcentrada, pues había despertado sentada en el taburete, con la cabeza gacha y las manos sobre las rodillas.
 
Al despertar, había alzado la cabeza bruscamente, consiguiendo hacerse daño. Llegó a dudar por un instante dónde se hallaba, pero recobró con rapidez su sentido de la orientación y supo que se encontraba en su habitación de siempre. Aunque lo poco habitual era estar sentada delante del piano, de eso no conocía las causas.

Quería dormir, porque lo cierto era que no se tenía en pie por motivos que ella misma ignoraba. Decidió no dormirse y empezar un nuevo día, con la esperanza de que todo fuera mejor que el día anterior.
Recorrió su espacioso cuarto para intentar despejarse y recuperarse del cansancio, pero no le sirvió de mucho. Entonces fue hacia la ventana de grandes dimensiones que ofrecía vistas al mar para sí poder apreciar la fresca brisa que solía acariciar su rostro por las mañana, cuando se sintió repentinamente abochornada al contemplarlo. Era como si hubiese estado horas seguidas observando tal imagen, otra extraña sensación que podía añadir a la lista de sensaciones extrañas en lo que llevaba de día.

Apartó entonces la vista de la ventana que le propinaba siempre un buen despertar, y al dar un paso hacia detrás para intentar alejarse de ella notó que había pisado algo.

Observó que debajo de su pie yacía un cuaderno, y decidió cogerlo para verlo más de cerca. Ese cuaderno lo había comprado en España en un viaje de trabajo, y estaba lleno de pentagramas en blanco, ya que nunca había escrito ni una nota en él. Su tapa no era nada exótica, lo compró simplemente para poder pasar a limpio la partitura de una canción tan vulgar como el cuaderno, algo que nunca llevó a cabo. Pero al abrirlo se dio cuenta de que ahora si estaba escrito. Se preguntó cuándo lo había colmado de estrofas, y no encontró ni el día ni el lugar. Daba lo mismo. Es canción era perfecta, lo intuía.

No se entretuvo más viéndolo porque prefirió mirar la hora. Ese día tenía un compromiso laboral importante, y no tenía ni idea de las horas que eran. Se dirigió hacia el comedor, y pudo ver de nuevo el caos que aún perduraba en él. En esa ocasión se sintió muy irresponsable, no podía creer lo que había hecho. Recordó las palabras de su amigo Jorge, “tienes la mismísima fuerza de Sansón”, y efectivamente, observando la catástrofe que reinaba en el lugar se sintió un monstruo forzudo y malvado, más que Hule que como Sansón. Pensó en no distraerse más, así que echó un vistazo al reloj de pared y comprobó que eran las nueve de la mañana, una hora tardía. Si quería llegar a tiempo debía apresurarse mucho para llegar a tiempo.

Volvió a su habitación y cogió del armario un vestido rojo elegante (no vestía nunca con prendas mediocres, que no pertenecieran a ninguna marca), unos zapatos con tacón de aguja del mismo color, se maquilló un poco y se recogió el pelo, una preparación rápida y eficaz para casos urgentes como ese. Eso sí, lo que no se permitía nunca era salir de casa sin arreglarse si un mínimo. Sabía que era una mujer con clase, y una mujer con clase si no se preparaba no salía de casa, por muy importante que fuera el asunto de su cita.

Antes de salir de la habitación observó que el cuaderno de la canción misteriosa se encontraba encima de su cama. Sin saber muy bien por qué, presentía que la iba a hacer falta o a serle útil, así que justo antes de irse de la habitación para después salir por la puerta, cogió el cuaderno.

Había quedado con un amigo que a menudo le sacaba las castañas del fuego. Se llamaba Anthony Goodman, un hombre divertido e ingenioso, con un gran sentido para las finanzas y los negocios, y que siempre la encontraba algo en lo que trabajar. También era asesor financiero y abogado, concretando más, su abogado.

Habían quedado en un bar cercano a la playa y en la casa de Marian. Los cafés eran estupendos, también tremendamente caros, pero ante todo llamaba la atención el buen ambiente del lugar. Allí solía quedar Marian con gente que trataba negocios. Se sentí protegida porque estaba cerca de su casa, y también porque el ambiente del lugar no incitaba a discutir.

Por el camino, Marian llamaba sin cesar al número de ese supuesto visitante que nunca llegó a su destino, el mismo que esa misma noche la había dejado abandonada en su propia casa junto a un ataque de histeria. Estaba desesperada por poder hablar con él, y aunque todavía no había dejado correr su enfado, no podía evitar querer oír una simple palabra dicha de su boca. Nunca había admitido su irremediable enamoramiento, nadie sabía que le amaba tanto, solamente ella lo sabía. Jamás se dejaba humillar, era muy orgullosa, pero tratándose de él, su orgullo podía irse a pique. Era lo que se dice su debilidad.

Nadie cogía el teléfono, estaba a punto de llorar, pero se dio cuenta de que debía ahorrarse las lágrimas. Ya estaba en la puerta del coffee’s Bárbara, y tenía que fingir su equilibrio anímico. Nunca se permitía el lujo de Mostar sus sentimientos, y menos en compañía, era una de sus principios más importantes.
No vio dentro a Anthony ni a cualquier otro conocido. No quería que se le cruzaran los cables de nuevo por el mismo motivo del día anterior, así que se dispuso a irse fuera del local. Pero justo antes de salir, se lo encontró de frente.

- Siento el retraso- se disculpó Anthony- tenía un asunto que atender. Justamente de ello quería hablarte.

- Bien, pero primero vamos a sentarnos. Ya sabes que aquí preparan unos cafés delicioso.

Marian y Anthony se sentaron en la mesa más cercana. Los respaldos de madera tallada se salvaban de la incomodidad gracias a unos cojines de color ocre que a todo el mundo agradaban cuando se los colocaban tras la espalda. Anthony tuvo que respaldarse con dos debido a su obesidad, uno solo no le resultaba suficiente.

Pidieron dos capuchinos, ambos encendieron un cigarro y comenzaron la conversación.

- Marian, tengo que darte una buena noticia.

- -¿de veras?- lo cierto es que necesitaba algo así.

- Seguramente recordarás que hace tiempo, participaste en la banda sonora de una película. Tú compusiste las canciones y las dirigiste en el estudio, ¡ no es así?
- Así es.

- Debes ir a que te paguen lo tuyo. Creo que no te lo dijeron antes porque hubo una confusión o algo por el estilo. Me parece que recibirás una gran suma, ha sido una película bastante exitosa.

- ¿Cómo se llama? Ya no me acuerdo.

- “la Carta del hechicero”

- Es un nombre bastante absurdo para una película taquillera, pero lo cierto es que si me pagan bien, me importa un pimiento- después tosió. Si por ella fuera, ese eufemismo se habría modificado por algo malsonante. Siempre hablaba con pocos tapujos en su lenguaje.- ¿Dónde debo ir a que me lo paguen?

- Me dijeron que esta tarde te pasas por allí. Debes ir al mismo sito donde grabaste la banda sonora.

- De acuerdo.

Marian cogió su bolso, dispuesta a marcharse.

-¿Ya te vas?- preguntó Anthony

-si, tengo prisa. Otro día nos vemos

Anthony la vio alejarse, mientras apuraba su café.

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