Si lee usted esta carta, camarada, querido amigo, es para
explicarle la verdad de mi verdadera muerte, la cual está cercana pues el
destino es cruel y mezquino. Será una muerte cruel y despiadada tras una vida
dedicada completamente al pueblo, a cada persona, a cada rincón que recorrí,
que ame y trabajé por él; y por el motivo de mi condena le escribo.
En primer lugar, las mentiras y calumnias vertidas sobre mi
no pueden ser más mezquinas y retorcidas: me llaman el asesino de prostitutas
cuando no toque nunca a ninguna mujer pues para eso creo en el concepto de
igualdad entre las personas y no me rebajo a la vil condición machista que
acarrea la historia del ser humano.
Empezaré mi historia hablando de mi pueblo. Debe conocer que
ser de un pueblo, ser parte de un todo, conlleva siempre una responsabilidad
cívica y moral: el garantizarte tu propio pan y ayudar a aquellos que lo
necesitan. Ese fue el principal valor que nos inculcaba nuestro difunto
párroco, buitre carroñero donde los haya, desde pequeño desde su posición y
labor humanitaria y cristiana.
El susodicho cuervo (a lo largo de la historia, comprenderá
por qué utilizó este calificativo contra su persona) nos hablaba desde su altar
de un mundo donde Dios nos aguardaba con los brazos abiertos tras una vida,
larga o corta, de agonía, dolor y sufrimiento, donde se nos negaba el placer de
disfrutar de las cosas materiales que nos proporcionaba la tierra.
Ese mundo, afirmaba el párroco, sería la utópica fantasía
hecha realidad de cualquier ser humano: un mundo sin enfermedades ni dolor.
Un mundo apetecible para nuestro pueblo, un pueblo sin río,
pueblo de pozos donde todo el mundo bebía el agua con temor de que estuviese envenenada
por sulfatos o fosfatos.
Tras esta pequeña y breve introducción, le explicaré en
detalle los motivos de condena a muerte.
Sucedía que nuestro querido párroco sentía un amor especial
hacia nuestros niños. Había hecho suya aquella frase que Jesús pronunció en el
evangelio: dejad que los niños se acerquen a mí.
Manuel era un chiquillo de ojos azules, de pelo rubio, el
más joven del pueblo. Era una persona alegre e infantil cuya sonrisa y
carcajadas nos alegraban el día y fue elegido monaguillo por el párroco.
Empieza, entonces la serie de sucesos relativos a mi
condena.
Sucedió que, un domingo, tras finalizar la misa, el
susodicho párroco, buitre carroñero, llevó a Manuel a los aposentos donde
descasaban.
Allí, empezó a toquetearlo todo el cuerpo mientras llegaba
al éxtasis del placer carnal, produciéndolo una erección mientras el pobre
Manuel empezó a temblar.
El párroco hizo suya la frase que reza que aquel que trabaja
para Dios es el que reparte las hostias y, de un guantazo, tumbó al pobre
Manuel en el suelo y le despojó de la túnica para poder introducirle su órgano
viril en el orificio anal del pequeño.
Los jadeos de placer del párroco se mezclaban con los lloros
y ruegos de Manuel. El Cura disfrutaba cada vez más de éxtasis que produce el
sexo anal. Manuel imploraba auxilio mientras era violado. Parecía no tener
escapatoria.
Sucedió que un grupo de mineros, donde yo estaba integrado,
que veníamos de la cuenca, negros por el carbón, pasábamos por allí.
Al oír los gritos procedentes de la iglesia, entramos
precipitadamente y, he de confesar que no estábamos preparados para tan
horrenda imagen, y algunos de nosotros sufrimos vómitos y nauseas.
Entramos enseguida a la acción. Mis compañeros cogieron al
párroco violentamente, separándole del niño que lloraba mares, y empezamos a
golpearle con fuerza con nuestras herramientas.
Los gritos de placer del párroco se transformaron en gritos
de dolor. Saboreé cada golpe que le aticé al párroco hasta coger una cruzy
asestarle cuatro golpes en la frente, haciéndole sangran como un cerdo en la
matanza.
Su cuerpo tembló violentamente hasta quedar postrado en el
suelo, inerte.
Y el resto de la historia ya la conoce, en lo relativo al
juicio donde fui falsamente acusado de asesinar mujeres para poner en contra de
mi persona a la opinión pública. Yo asumí toda responsabilidad y pedí la
amnistía para mis compañeros, alegando que fui yo el causante de dicha muerte.
Mi última voluntad fue pedir que alguien dejara por escrito
los acontecimientos sucedidos.
Sin más, finalizo mi confesión esperando a la muerte con la
satisfacción en el pecho de haber obrado con justicia.
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